lunes, 14 de julio de 2008

No hay alternativas a comer

Michael Gerson
Aquellos de nosotros que recordamos débilmente las colas en las gasolineras de los años 70 tendemos a ver las escaladas de los precios como la labor temporal de villanos internacionales. Pero cualquiera que espere el retorno del petróleo barato lo tiene claro. Los precios en ascenso de la energía son principalmente el resultado de una prosperidad global sin precedentes.
Teniendo en cuenta la presión sobre los presupuestos familiares, es imposible considerar esto una bendición, hasta con claroscuros. Durante la campaña de 1992, algunos demócratas propusieron un controvertido incremento de 50 centavos el galón en los impuestos de los combustibles con el fin de reducir el consumo nacional y estimular las alternativas al petróleo. Desde entonces, los precios de la gasolina han aumentado más de 3 dólares el galón. Las alternativas al petróleo y el carbón son de pronto más económicas en comparación.
Pero nuestra otra crisis provocada por la demanda —la inflación alimentaria— es una maldición simplemente porque no hay alternativas a comer. Este problema tiene un amplio abanico de causas: la proliferación de las dietas basadas en la carne en todo el mundo, requiriendo grandes cantidades de grano para el pienso animal; el desvío de espacios de cultivo destinados a la producción de etanol; el encarecimiento del transporte de los alimentos y de los fertilizantes basados en el gas natural; escasez de agua y desórdenes climáticos. Los precios recientes han cedido algo, pero la comida cara parece ya un hecho insalvable.
En las lindes de la subsistencia en el mundo en desarrollo, los súbitos saltos a los precios de dos dígitos de los alimentos básicos han terminado en disturbios. En América, un incremento de alrededor del 6% en el precio de los comestibles este año ha conducido a que los pobres adopten un abanico de estrategias de supervivencia.
El hambre impone un coste social. Los adultos hambrientos faltan más al trabajo y consumen más sanidad. Los menores hambrientos tienden a ponerse más enfermos, a faltar con mayor frecuencia a la escuela, y son más propensos a meterse en problemas. Larry Brown, de la Facultad de Salud Pública de la Universidad de Harvard, calcula que el coste total del hambre para la sociedad americana ronda los 90.000 millones de dólares al año. En contraste, Brown estima que apenas costaría entre 10.000 a 12.000 millones de dólares al año “erradicar el hambre virtualmente en nuestra nación.”
Y esto plantea un dilema moral. Tenemos en vigor un programa automatizado de bonos de racionamiento que en general es eficiente y eficaz. Sabemos que podría ser ampliado con escaso aumento de los gastos indirectos. Y sabemos con precisión cuándo se agota su prestación cada mes. De manera que, ¿cómo es posible pues justificar la financiación de tres semanas de comida en lugar de cuatro? ¿Qué dependencia adicional, qué riesgo moral añadido podría crear plausiblemente un mes entero de comer?
Muchos problemas sociales parecen complejos más allá de cualquier remedio. Pero el progreso dramático contra el hambre no. Hay muchas explicaciones de por qué este esfuerzo no ha sido emprendido, pero no hay excusas válidas.

Michael Gerson es columnista del ‘The Washington Post’.
LA GACETA DE LOS NEGOCIOS, Lunes 14 de julio de 2008

No hay comentarios: